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Montborg. Bitácora, weblog o blog de Herminio Lafoz Rabaza

Ahora que vuelvo al blog, después de muchos días de no abrirlo, me doy cuenta de lo que cuesta volver a los sitios, recuperar las costumbres perdidas. También acurre con las personas. A veces puede ser excesiva la disciplina de escribir todos, o casi todos los días. Pero, al fin, venciendo mil perezas y autoconvencimientos de que qué puedo decir yo que no se grite todos los días desde los medios, regreso. Queda esa labor constante de hacer de altavoz de acontecimientos culturales y humanos que florecen a nuestro alrededor. Pero no sé a veces si haciendo esto nos integramos en ese cuerpo espiritual mundial, en ese internacionalismo proletario que tanto hemos buscado a lo largo de los últimos años, o nos disolvemos en la república federal de las vidas. Pero siento una opresión vieja de los momentos vividos en la soledad del individuo contemporáneo, debe ser por viejo ya, que empieza ser bastante total, frente a esos momentos de otros tiempos en que todo era pura comunicación, pura celebración de la alegría y de la vida. Me da por pensar, aunque enseguida aparto estos pensamientos, que caminamos hacia la incomunicación total y que todos hablamos y nadie escucha, todos empleados en el esfuerzo de hablar. Los medios contribuyen también a esto. Pero aquí estamos, pese a todo, enhiestos, manejando las velas de nuestra almadía que se desliza rauda por los meses y los días. Por lo demás, doy mis clases, sudo con la preparación de la nueva clase, salgo, me encierro en esta sala de máquinas a escribir. Veo y escucho. Miro por la ventana. Adivino el frío externo. Escucho el lamento de las hojas muertas. Pasa el enésimo día sin que llame a quien probablemente está esperando mi llamada. Duermo (poco). Y otra vez. Los sueños. Los sueños de siempre de hacer, de tirar del hacer para vivir, siguen, gracias a lo cual me dejo explotar por amigos que me piden textos para hacer libros que nadie leerá. Pero yo me aplico a la tarea como un galeote que estuviera expiando culpas antiguas. El banco de madera de mi puesto en el remo está lleno de cuajarones de sangres de mártires de las guerras civiles. A veces pienso que las tumbas de las cunetas de la historia se abren dejando ver sus negros fondos donde se escriben con luciérnagas los nombres de los asesinos. Pero esta visión solo dura un instante. Y cuando acabe el nuevo (¡los nuevos!) libro, lo colocaré en el estante. Ahí queda todo. Mi pasión y la pasión que debería haber puesto en otras cosas. Tal vez en personas. Pero la pasión sí corre por las líneas de mis historias. Es lo único que a veces parece tener vida. Y  sorprendo, cuando enciendo la luz de mi despacho, los renglones rebeldes que se han escapado de su cuna blanca, buscando alimento entre el cajón donde guardo un sin fín de plumas estilográficas, restos arqueológicos de homenajes quizá no tan merecidos. Enseguida que sienten las pisadas, las líneas vuelven a ordenarse en las páginas. La música también ayuda. La fatiga del ser, la pereza del existir se alimenta de música. Renueva los tejidos y difumina las arrugas del aburrimiento. Mañana, cuando la luz te hiera frontalmente, ¿seré capaz, aún, de poner mi mano en tu vientre y contarte un cuento?

Para desengrasar, un recuerdo a Enrique Satué, el hermano de Sobrepuerto que acaba de publicar el libro de su vida. Esta foto es suya.

2 comentarios

Manolo -

Bienvenido, ahora te esperamos en persona

Anónimo -

Qué bien que has vuelto. Te echaba de menos.